Chus Neira «Desde que vino con la reina desde Portugal, estuvo en Valladolid muy malo, del mal de las bubas. Ahí le curaron unos médicos ciertos días y no le pudieron curar del todo, y se fue a su casa de Oviedo, donde estuvo largos días malo y tuvo tres maestros que le curaban y tampoco le daban remedio. Y se hubo de ir a Luarca a buscar a un maestro, donde estuvo muchos días, y después se vino a su casa muy debilitado y flaco». No fue un buen año aquel de 1525, cuando venía de estar con la reina Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, para el noble asturiano Álvaro de Carreño. Tanto que aquella larga enfermedad, según suposición de la historiadora Elisa Bermejo, pudo ser el motivo de que donara un maravilloso tríptico que se había mandado hacer en Bruselas a la capilla de Santiago de su propiedad en la iglesia de San Tirso de Oviedo. Hoy esa obra cuelga de las paredes de una de las salas del primer piso del Museo de Bellas Artes de Asturias, es una de las joyas de su colección y le adorna, junto a las excelencias artísticas propias de la pintura flamenca del XVI, una maravillosa creencia: los retratos del propio Álvaro de Carreño y de su esposa, María González de Quirós, incluidos en el tríptico en las tablas de las portezuelas izquierda y derecha, y acompañados por el Apóstol Santiago y por San Pedro, respectivamente, pasan por ser los primeros retratos de los que se tenga conocimiento de personajes asturianos conocidos.
La afirmación se podría reducir a María González de Quirós y decir que es la primera vez que se pinta a una mujer asturiana, pues existen representaciones anteriores de reyes y obispos asturianos, pero estos dibujos son, en realidad, representaciones canónicas que nada tienen que ver con el concepto del «retrato». Por tanto, cabe pensar que los retratos de don Álvaro y doña María en el «Tríptico de la Adoración de los Reyes Magos» son los primeros que se conocen. Sin embargo, matiza Bárbara García, del Museo de Bellas Artes de Asturias, también hay que tener en cuenta que se trata de un retrato entre comillas, pues el autor habría dibujado a los nobles asturianos idealizando los rasgos físicos, dentro del canon de belleza ideal renacentista: nariz recta, boca pequeña, ojos almendrados, mirada perdida, sin emoción.
Sin embargo, y aunque la pintura pudiera realizarse a partir de algún tipo de descripción, cabe la posibilidad de que, efectivamente, el autor hubiera visto a don Álvaro de Carreño y a su esposa en Bruselas, pues, al menos, se sabe que el noble asturiano pasó por allí.
Como detalla el investigador de la Universidad de Oviedo Juan Díaz, hay cierta confusión entre las familias de los Carreño de Avilés y los Carreño de Oviedo, una vertiente que descendería de la avilesina y que se acabaría instalando en la capital. Precisamente, se supone que eso fue lo que hizo Álvaro de Carreño y que él y su mujer son, igualmente, los que adquieren en Siero una casa que es el actual palacio de Valdesoto. De esa rama, por cierto, derivaría la familia de la abuela paterna de Jovellanos, Serafina de Carreño Peón.
Álvaro de Carreño habría sido, pues, hijo de otro Álvaro Carreño que fue aposentador mayor o repostero de camas de los Reyes Católicos. Conserva el cargo de aposentador, un puesto de trabajo relacionado con la administración de los dineros, con doña Juana y con el emperador Carlos V desde 1517 a 1540, cargo que heredará su hijo, según recoge Ángeles Faya en su libro sobre «Nobleza y Ejército en la Asturias de la Edad Moderna».
Álvaro de Carreño habría ejercido, pues, el cargo de aposentador del emperador en la corte itinerante durante prácticamente toda su vida, pues fallece en 1544, dos años después de haber obtenido, el día 10 de mayo de 1542, autorización para fundar mayorazgo por real cédula otorgada en Valladolid.
Faya también añade que se tiene noticia de que estuvo en guerra con los moriscos acompañando a Juan de Austria, según consta en el Archivo de Simancas en la hoja de servicios de los Carreño.
La investigadora Margarita Cuartas Rivero aporta más datos sobre este noble en su libro «Oviedo y el Principado de Asturias a fines de la Edad Media». Allí sitúa a los Carreño, junto a otros nobles que vivían en la ciudad, como los Hevia, como los ligados a actividades mercantiles. Los Carreño, cuenta, eran originarios del concejo de dicho nombre, y allí tenían hegemonía, grandes propiedades y habían emparentado con los mejores linajes. Como sus actividades en la ciudad eran principalmente mercantiles, aparecen ligados a la alta burguesía ovetense. Curiosamente, es un lugar común que este tipo de empresarios de la época que aparecen en la ciudad, también los León, Carrió o los Vandujo, procedía de concejos costeros y vecinos, todos ellos de la zona de la comarca avilesina.
Los Carreño, escribe Margarita Cuartas, estaban vinculados directamente al lugar de Prendes y, de hecho, utilizaban indistintamente este apellido -Prendes- y el de Carreño. Una rama se queda en la zona de Avilés y allí enlazan con los Miranda. La otra rama, que se establece en Oviedo a comienzos del siglo XVI, es precisamente la de este Álvaro de Carreño, que sale retratado en el «Tríptico de la Adoración de los Magos», junto a su mujer, María González de Quirós, hija de Martín Vázquez de Quirós, que era hijo, a su vez, de Juan de Oviedo y Elvira de Quirós, y de doña Catalina Alonso de León, hija de don Rodrigo Alonso de León «el Viejo». Estas familias, por cierto, también eran casas distinguidas de Avilés. Álvaro de Carreño tuvo dos hijos legítimos, Benito y Catalina, y cuatro bastardos.
Con motivo de su cargo de aposentador real, a pesar de residir en Oviedo y de tener capilla en San Tirso, hacía frecuentes viajes a la corte e incluso a Flandes. Lo que es seguro, y acaso en aquella expedición podría haber mandado hacer el tríptico en el que se hizo retratar a él y a su mujer, es que fue uno de los asturianos que acompañaron al emperador Carlos V en su viaje de Flandes a España, con entrada en el país por la playa de Tazones.
Prueba de este viaje es el memorial en el que consta que un año antes, a principios de 1516, los notables de la ciudad de Oviedo acuerdan enviar a «dos o tres personas de merescimiento a besar los pies e manos al Rey don Carlos, nuestro señor, ofresciéndole las personas e haziendas para mostrar acatamiento». Las gentes de Oviedo disponen recaudar para los gastos de esa expedición 3.500 ducados (1.500 según otros documentos). Cuando la operación recaudatoria se deja en suspenso, es Álvaro de Carreño, «en nombre de dicha cibdad de Oviedo e de las villas e lugares del Principado de Asturias de Oviedo», el que formula una petición para que se les deje conseguir el dinero con el que financiar el viaje.
Si fuera cierta esta datación, el cuadro de la Adoración de los Magos sería algo anterior a la horquilla que establece Elisa Bermejo entre 1520 y 1525.
Esta investigadora, ya fallecida, es, no obstante, la máxima especialista en el cuadro, la que más fichas de catalogación ha realizado y la que, al final, ha atribuido la autoría al maestro de la Leyenda de la Magdalena, a falta de nuevos estudios que vinculen la obra a otro autor.
El maestro de la Leyenda de la Magdalena es denominación de Friedländer de 1900 tras el estudio de dos obras de este autor flamenco. Varias veces se ha intentado identificar a este pintor anónimo como Bernaert van der Stockt o como Pieter van Coninxloo, que habría sido pintor en la corte de Felipe el Hermoso en Bruselas. Por ahora, no obstante, no han aparecido nuevas pistas que permitan ratificar alguna de estas hipótesis.
El tríptico que está ahora en el Museo de Bellas Artes de Asturias se conoce como «Tríptico de la Epifanía» o «Tríptico de la Adoración de los Magos», y como se ha dicho fue destinado a la capilla de Santiago que los Carreño tenían en la iglesia de San Tirso.
Bárbara García insiste en que este tipo de obras tenía un carácter «práctico», pues junto a la pintura en sí misma servían a quien encargaba la obra como muestra pública a perpetuidad de su piedad. También se utilizaban, fácilmente transportables por la estructura de tríptico y la posibilidad de plegarse y desplazarse de lugar, como altar portátil.
La devoción que provocó esta pintura en la iglesia de San Tirso modificó con los siglos, de hecho, el nombre de la capilla de los Carreño, que pasó de ser la de Santiago a «la de los Reyes». En la actualidad, en la iglesia de San Tirso se conserva, aunque en otro lugar, una réplica del tríptico, que a comienzos del siglo XX pasa a la Catedral de Oviedo. Su incorporación al Museo de Bellas Artes de Asturias es de 1980. Se trata, pues, de un fondo fundacional realizado a la institución museística por la Diputación Provincial de Asturias.
Las hojas laterales miden 76,5x31,5 centímetros y el cuadro central, 75x74. Conserva los marcos originales, que en su parte inferior dejan ver parte de una inscripción original en la que todavía se puede leer: «Esta obra mandó facer el honrado señor don Albaro de Carreño en Brvselas en el mes...».
Como se ha explicado antes, en el lateral izquierdo aparece representado, como era costumbre de la época, el donante, Álvaro de Carreño en este caso, en actitud orante y presentado por Santiago el Mayor con la iconografía propia del santo: vestido de peregrino, con el bordón y una venera en el centro del ala del sombrero. En la portezuela de la derecha aparece la dama donante, María González de Quirós, en idéntica actitud a la de su esposo y presentada esta vez por San Pedro, con las llaves en la mano, santo vinculado al linaje de los de Quirós.
El motivo central presenta una Epifanía, una Adoración de los Magos cuya composición se concentra, en personajes y tonalidades, en el cuadrante inferior izquierdo del cuadro central. Desde la izquierda a la derecha, aparecen representados: San José, la Virgen, el Niño, un rey Mago visto de frente, otro de rodillas ante el Niño y, algo más alejado, un Baltasar que ha llamado la atención de algunos estudiosos. David Chao Castro, de la Universidad de Santiago de Compostela, escribe en el volumen «La marginalidad en el arte hispano-luso de fines del Medievo»: «Curioso resulta igualmente el Mago Baltasar que hacia 1520 pinta el llamado maestro de la Leyenda de María Magdalena, pues muestra unos rasgos negroides muy exagerados frente a la mayor idealización del resto de figuras, y que podría explicarse quizás a la luz de un posible retrato sobre un llamativo modelo real».
En el conjunto, no obstante, destacan, como se ha apuntado, los rasgos inexpresivos, propios de la época, salvo en el caso de San José, al que, también como era tradición entonces, antes de que Santa Teresa reivindicara su figura, se caracteriza de forma burlesca. En realidad, explica Bárbara García, la forma en que los maestros flamencos pintaban no hace suponer la presencia de modelos reales y sí de las frecuentes estampas sobre todo tipo de personajes, razas y animales que empleaban para realizar su trabajo, «como si fuera el sustituto de Google de aquella época», bromea.
El segundo nivel o plano medio del tríptico, como describe Elisa Bermejo en su separata sobre obras selectas del Museo de Bellas Artes de Asturias, lo llenan unas ruinas que se completan y extienden también por las portezuelas, detrás de los donantes, dando continuidad al conjunto. Tras las ruinas, en el cuadro central, se puede apreciar el cortejo de camellos de los Reyes Magos y quizá, dentro de un palacio, una representación de la Anunciación, una cuestión apuntada por Bermejo que otros autores han descartado.
Si, efectivamente, fuera una Anunciación, la obra establecería un divertido juego con el interior y el exterior, pues en las tablas, por la parte de atrás, como era tradicional en la mayoría de los trípticos flamencos, se representa la Anunciación en grisalla, una técnica que empleaba únicamente una escala de grises en la pintura y daba, así, la sensación de relieve. En este caso, escribe Elisa Bermejo, «es curiosa la representación de los protagonistas, ya que lo habitual es que la Virgen aparezca a la derecha. También merece destacarse el contraste entre la actitud serena y de recogida calma de María y el movimiento inestable del ángel, tanto por su actitud como por la ondulación de los plegados en el manto». Aunque la grisalla del exterior, explica Bárbara García, se debe considerar más un aspecto ornamental del marco del cuadro, desgraciadamente estos detalles no se pueden apreciar bien en el Museo de Bellas Artes. El delicado estado de las bisagras obliga a mostrarlo con un grado de apertura que hace muy difícil apreciar el trabajo realizado en el exterior.